Así como el otoño es sinónimo de hojas que fueron vida y que caen para mimetizarse en la tierra, para ser parte del humus que será la savia de nuevas brotes, estas sencillas hojas pobladas de palabras que devienen en poemas, rescatan del olvido pequeñas historias de un país amnésico, historias que las más de las veces han sido registradas por otras vías, otros lenguajes, con toda su carga de sufrimiento, pero que en este caso, adquieren en la versión del poeta una dimensión que trasciende, provocando una empatía con el lector al que no deja indiferente. Cruz dice que, ante la decadencia reinante (en todos los ámbitos de nuestra sociedad), “Claudio Guerrero no claudica, no baja la bandera y realiza uno de sus mejores momentos poéticos, recreando en su poesía el tono humano que nos ha abandonado”. Es cierto, pues en este poemario, y especialmente en la segunda parte, Villa de las Ánimas, breves poemas testimoniales, voces anónimas-sobrevivientes de ese infierno que fueron los centros de tortura y muerte de la nefasta dictadura cívico militar- destilan, sobreponiéndose al dolor y a las heridas que nunca terminan de cerrar, una inmensa y profunda humanidad.
Estuve en Villa de las Ánimas
un mes.
Mis hijos nada saben.
Tampoco mi nuevo esposo.
A veces me preguntan por qué lloro.
Les digo
porque estoy feliz
de tenerlos a mi lado.
J.D
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