Ricardo Tobar, uno de aquellos valientes marinos que se atrevió a denunciar el golpe militar que integrantes del alto mando naval estaban fraguando para derrocar al Presidente de la República Salvador Allende, hoy se encuentra junto a otros ex prisioneros políticos en una huelga de hambre –por una serie de reivindicaciones todas de suma justicia- que se prolonga ya por largos y extenuantes veintisiete días, ante la irritante pasividad de las autoridades de turno.
Pero los gestos que niegan estas últimas son reemplazados por doquier por quienes apoyan este justo movimiento, y más aún, por personas que vivieron la tragedia de 1973 desde una posición difícil, no exentas de peligros en un comienzo, y que entregaron el aliento necesario a aquellos que eran salvajemente torturados por sus propios compañeros de armas.
Hace dos semanas Tobar descansaba en la antesala del improvisado dormitorio que ocupan los huelguistas, cuando vio bajar con dificultad la escala a un anciano, acompañado de un hombre más joven. El veterano al divisarlo le hizo un gesto con su mano como levantándose los párpados, y al acercarse Tobar reconoció a su superior de aquellos años, el suboficial Cárcamo. Este le dio un abrazo fraterno, aferrándose con fuerza a él y estalló en emotivo llanto. 42 años después de los infaustos hechos, Tobar rememoró parte de su calvario.
Se encontraba en una dependencia naval; vendados sus ojos, de rodillas, atados sus pies, también las manos por la espalda, junto a otros dos compañeros. De pronto se abrió una puerta. Pensó que tocaba otra racha de torturas. Un hombre llegó hasta ubicarse detrás de él, le hizo un cariño, levantó suavemente la venda, e irguió su cuello. Bebe, le dijo, y llevó un recipiente con agua a su boca. Resiste, le pidió, con voz fraterna, piadosa. Lo mismo hizo con los otros dos camaradas. Luego se retiró con sigilo.
Con el tiempo, y luego de haber sobrevivido al horror, Tobar identificó aquella voz, una voz que enaltece al verdadero hombre de mar, aquel que juró defender a la patria y respetar la constitución. El hombre estaba ahora frente a él. Un hombre digno que, por este acto y su posición de vida, terminó años más tarde su carrera cumpliendo servicios en tareas o dependencias que no se conciliaban con su rango, una especie de castigo a su dignidad.
Sirva este noble ejemplo-en este mes del mar- como un homenaje a todos aquellos valientes marinos que - desafiando el contubernio vergonzoso de parte de la oficialidad, sacrificaron sus carreras y expusieron sus vidas- como verdaderos herederos de Arturo Prat.
La Armada de Chile, que en teoría pertenece a todos los chilenos, a 42 años de aquellos luctuosos sucesos, aún no es capaz de reconocer con hidalguía su participación en el quiebre del orden institucional, en las secuelas de muerte y torturas que protagonizaron muchos de sus hombres, y a la que le cupo a su alto mando, especialmente al tristemente célebre Almirante Merino, que desde las sombras confabuló desde años antes del golpe, en la preparación de éste, pasando a llevar, en última instancia, al que era Comandante en jefe de la época, el Almirante Montero.
Hoy la Marina de Chile, en actitud arrogante, se niega a eliminar la estatua del Almirante Merino- levantada con la cooperación económica de una tanda de empresarios que le rinden pleitesía, como pago de los favores concedidos- que en el patio del ahora Museo Marítimo, en paseo 21 de mayo en Playa Ancha, desafía y ofende la memoria de los chilenos, constituyéndose en una vergüenza para la nación ante el mundo.
Pero los gestos que niegan estas últimas son reemplazados por doquier por quienes apoyan este justo movimiento, y más aún, por personas que vivieron la tragedia de 1973 desde una posición difícil, no exentas de peligros en un comienzo, y que entregaron el aliento necesario a aquellos que eran salvajemente torturados por sus propios compañeros de armas.
Hace dos semanas Tobar descansaba en la antesala del improvisado dormitorio que ocupan los huelguistas, cuando vio bajar con dificultad la escala a un anciano, acompañado de un hombre más joven. El veterano al divisarlo le hizo un gesto con su mano como levantándose los párpados, y al acercarse Tobar reconoció a su superior de aquellos años, el suboficial Cárcamo. Este le dio un abrazo fraterno, aferrándose con fuerza a él y estalló en emotivo llanto. 42 años después de los infaustos hechos, Tobar rememoró parte de su calvario.
Se encontraba en una dependencia naval; vendados sus ojos, de rodillas, atados sus pies, también las manos por la espalda, junto a otros dos compañeros. De pronto se abrió una puerta. Pensó que tocaba otra racha de torturas. Un hombre llegó hasta ubicarse detrás de él, le hizo un cariño, levantó suavemente la venda, e irguió su cuello. Bebe, le dijo, y llevó un recipiente con agua a su boca. Resiste, le pidió, con voz fraterna, piadosa. Lo mismo hizo con los otros dos camaradas. Luego se retiró con sigilo.
Con el tiempo, y luego de haber sobrevivido al horror, Tobar identificó aquella voz, una voz que enaltece al verdadero hombre de mar, aquel que juró defender a la patria y respetar la constitución. El hombre estaba ahora frente a él. Un hombre digno que, por este acto y su posición de vida, terminó años más tarde su carrera cumpliendo servicios en tareas o dependencias que no se conciliaban con su rango, una especie de castigo a su dignidad.
Sirva este noble ejemplo-en este mes del mar- como un homenaje a todos aquellos valientes marinos que - desafiando el contubernio vergonzoso de parte de la oficialidad, sacrificaron sus carreras y expusieron sus vidas- como verdaderos herederos de Arturo Prat.
La Armada de Chile, que en teoría pertenece a todos los chilenos, a 42 años de aquellos luctuosos sucesos, aún no es capaz de reconocer con hidalguía su participación en el quiebre del orden institucional, en las secuelas de muerte y torturas que protagonizaron muchos de sus hombres, y a la que le cupo a su alto mando, especialmente al tristemente célebre Almirante Merino, que desde las sombras confabuló desde años antes del golpe, en la preparación de éste, pasando a llevar, en última instancia, al que era Comandante en jefe de la época, el Almirante Montero.
Hoy la Marina de Chile, en actitud arrogante, se niega a eliminar la estatua del Almirante Merino- levantada con la cooperación económica de una tanda de empresarios que le rinden pleitesía, como pago de los favores concedidos- que en el patio del ahora Museo Marítimo, en paseo 21 de mayo en Playa Ancha, desafía y ofende la memoria de los chilenos, constituyéndose en una vergüenza para la nación ante el mundo.
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