Nelson Paredes
Es extraño el devenir del tiempo en pandemia, y más aún las dimensiones elásticas que adquiere su transcurso cuando el ritmo de la ciudad, ralentizado por confinamientos, voluntarios o decretados, finalmente se detiene como una fotografía en el atardecer. El Retiro, en todo lo que va de la Estación de Metro hacia el norte, tiene algo de eso; un andar cansino y una fisonomía que mantiene la impronta de postal pueblerina, un respirar acompasado que retrotrae a otra época, quizás como espíritu de resistencia ante la vorágine que, más allá de la vía férrea, su natural frontera, engulle al otro Quilpué, sumido en un febril crecimiento que se viste con los ropajes de aquello que llaman progreso.
Entre caserones de las primeras décadas de siglo XX se levantan
construcciones nuevas, sin boato ni estridencias, en una necesaria discreción
para preservar ese halo mágico impregnado en su territorio. En buena hora,
tomando en cuenta la voracidad del negocio inmobiliario, que levanta torres por
doquier al otro lado, y que de seguro ya echa sus ojos a este remanso, que
representa las antípodas de su razón de ser.
Hasta hace poco, antes de la pandemia
(A.P.), observaba el sector desde el vagón de metro que abordaba en la estación
Quilpué. Llamaba mi atención, al partir el tren, algunas singularidades que
veía al poco andar. Por ejemplo, la existencia en una loma de un rancho,
vestigio campesino enclavado entre dos ciudades, Viña del Mar y Quilpué, con
ovejas, vacunos, equinos, gallinas, colmenares de abejas. Pensaba entonces que
sus moradores vivían en otra dimensión, y que acaso el tiempo para ellos era
mediado por el ir y venir de trenes. Gatillaba mi curiosidad el descubrir el
corazón de ese mundo aparentemente anacrónico, y veía en su permanencia una
sutil instancia de rebeldía de un tipo de vida condenado a la extinción. Pero
no había oportunidad para aquello, sumido en el ir y venir de una existencia
citadina.
La actual pandemia me ha llevado a caminar, recorridos que me acercan a
ese lugar bucólico, al que sin embargo aún no he llegado; mientras, abarco su
sector contiguo, las calles de El Retiro, prolongación sosegada de ese ambiente
pretérito. Caminatas que hay que realizar con ojos atentos a los detalles que
hablan en su silencio. Es así como asoman derruidos molinos de viento, con
aspas, las más de las veces, cercenadas. Pero ahí están, aún altivos, vigías de
lo que sucede del otro lado de la frontera.
Al subir por una empinada escalera, me encuentro con una plazuela –
según lo que reza la placa adherida a un muro-, que por su abandono bien podría
ser de una antigua salitrera en el desierto cuyo nombre recuerda una doble
ausencia; en primer lugar, la del homenajeado y, en una segunda instancia, la
de su posible busto o un mástil, cualquiera que sea, desaparecido, al
conservarse en el sitio solo el pedestal de piedra. Desde allí, observo la otra
ciudad, esa que crece asimétrica, camuflándose en sus dudosos atuendos de
modernidad. Entonces veo con impotencia las moles que se levantan con sus
fatuos paradigmas valóricos, palacios de un consumismo exacerbado desde el
engendro neoliberal. Contradictorio tránsito de una ciudad que, de ser llamada
Ciudad del Sol, prontamente pasará a ser conocida como Ciudad del Mall.
Regreso a mi caminata y a valorar esta nueva resignificación del tiempo,
un regalo que viene aparejado a la incertidumbre de la actual condición. Hago
caso omiso del ladrar de los perros, que se ufanan bravíos tras las verjas que
los separan del exterior. Husmeo. En pandemia todos venden y las ventanas se
pueblan de letreros con productos en promoción; empanadas, aceitunas naturales,
mermeladas caseras, pan amasado, leña seca. Es el pequeño comercio que,
necesidades mediante, se mantiene incólume desde los albores de la humanidad.
En ese tránsito sin apuros, asomo mis ojos por el espacio que deja una
cerca de madera, sorprendido por el enigmático rostro de una mujer en la
ventana de una vetusta casona. Entre jardineras con flores que cuelgan de la
rama de un árbol distingo su pelo azabache y una expresión melancólica en su
mirada. Avanzo dos pasos y la veo desde la nueva posición. Ella no se mueve y
me doy cuenta que está por siempre así, e imagino que tal vez se trata de una
aborigen picunche que habitó este sector, lugar de tórtolas, antes de la
llegada del español, y que, presa de un hechizo permanece en el rostro inmóvil
de un maniquí, en una espera que ignora el adverso discurrir de la historia.
Con esa imagen en la mente cruzo la frontera hacia el otro Quilpué, ese
que en las mañanas se transforma en una colmena de abejas enmascaradas que
atiborra sus calles. Primeramente, ante
mis pasos se cruzan mensajes que recuerdan la actual pandemia; son semillas que
cuelgan de un árbol o que han caído al suelo, de forma esférica y con púas
similares al virus SARS- coV-2, responsable de la enfermedad de corona
virus. Más allá, en las afueras de la
estación de Metro, una intervención fotográfica interpela al peatón- arte en la
calle- y nos adentra en la realidad de un Chile fragmentado, un registro que
habla de la violencia de un sistema que a la postre conduciría a la reciente
rebelión de octubre. Como corolario, al cruzar la plaza, el estallido social se
hace patente al ver el edificio incendiado de lo que fue el Municipio de la
ciudad.
Son las huellas de una historia que no termina, que nos recuerda el despertar de un pueblo, con toda su carga volcánica en acción. Historias de luchas y fuegos, sueños y frustraciones, dolores y esperanzas, rabias y amor, que continúan, las más de las veces desperdigadas por otros derroteros.
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