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EL ARTE DE ARREGLÁRSELAS ( Crónica de Guillermo Correa Camiroaga, Valparaíso )

Desde hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir un pequeño r elato en relación al gran número de inmigrantes haitianos que trabajan como vendedores de “súperocho”.                            Desde el primer momento en que los observé, me llamó la atención que fuera precisamente esa galleta bañada en chocolate el producto que comercializaban. Me pareció que no era algo casual y que detrás de esto podría haber una utilización comercial con claros rasgos racistas, ya que en nuestro país precisamente a las personas de piel obscura se les llama despectiva y/o burlonamente como “súperocho”. 






Traté de averiguar cómo habían llegado a desarrollar esta actividad, pero tuve dificultades de comunicación con algunos con los cuáles intenté obtener información, ya que no hablaban bien el castellano y yo no entiendo nada del idioma haitiano o creol. Las respuestas siempre eran escuetas y se resumen en un par de ejemplos:“necesitamos dinero para vivir”, “así puedo comprar comida”.   Solo en una oportunidad logré establecer una conversación bastante fluida con un ciudadano haitiano que saludó a un compatriota suyo, vendedor ambulante en Viña que mientras vendía sus productos bailaba y tarareaba canciones. Es muy simpático su amigo, le dije y para mi sorpresa hablaba perfectamente bien el español. Hacía como cuatro años que había llegado a Chile y trabajaba como empleado en una empresa. Aproveché de comentarle mis observaciones respecto a la venta del “súperocho”, pero mi interlocutor no sabía cómo ni dónde había comenzado este trabajo. “Yo pienso que es una iniciativa que se les ocurrió a ellos mismos como una manera de buscar cómo ganarse la vida para poder sobrevivir. Por lo menos ese era el caso de mi amigo. Primero partió él y luego, viendo que era una buena forma de conseguir recursos, le comentó a sus familiares y amigos y así se fueron sumando más y más”, me comentó. Pero cómo se consiguieron el producto, le pregunté. “Solo mirando. Empezaron a fijarse cómo funcionaba la venta de los ambulantes en la calle y se preocuparon de seguir a los vendedores cuando se les acababan los productos para ver en qué lugar se abastecían. Así supieron dónde se podían comprar a un buen precio y empezaron con la actividad.”

Es indudable que uno de los principales problemas que tienen los migrantes a cualquier lugar que lleguen, es tratar de buscar generar recursos económicos para la sobrevivencia diaria, pero teniendo además muy presente los numerosos y complejos problemas de inserción en una sociedad totalmente ajena y  culturalmente distinta, y en el caso de la nuestra con muchos rasgos clasistas, racistas y poco solidaria, características propias del modelo de sociedad que nos domina. Basta recordar las exigencias especiales de visas que se les pide a los haitianos que ingresan a nuestro país, escuchar los comentarios acerca de la “invasión de extranjeros que vienen a quitar la pega” o los innumerables reportajes televisivos en donde se muestran las condiciones de hacinamiento en que viven las familias de inmigrantes, en casonas viejas, acondicionadas como precarios albergues con un sinnúmero de piezas y cobrando precios usureros, dejando en claro que la frase de una famosa canción “y verás cómo quieren en Chile al amigo cuando es forastero”, es solo una broma de mal gusto.


Pero volviendo a retomar el hilo inicial de mis inquietudes respecto a la venta de “súperocho” decidir buscar otras respuestas, planteándoles el problema a distintos amigos, pero ni siquiera Segundo Tello, el viejo anarquista español avecindado desde hace tantos años en Valparaíso y un conocedor del variopinto quehacer porteño pudo resolver mis dudas. En otra ocasión, frecuentando un café cuyo dueño se inició en el arte del comercio ambulante vendiendo café y sánguches recorriendo las calles con un termo y un canasto, le manifesté mi observación y le pregunté su respecto de los vendedores ambulantes haitianos de “súperocho”  y para sorpresa mía  me contó que también a él le había llamado mucho la atención esto y se había dedicado a observarlos. Fue así, me dijo, “como pude ver a una mujer de color, haitiana por supuesto, que durante varios días vino a la esquina que está acá cerca de mi negocio a mirar a un vendedor ambulante de turrones que se paraba en ese lugar, y después de una semana apareció con una cajita de “súperocho” vendiendo en la esquina del frente…O sea, se puso a observar cómo funcionaba el negocio, porque eso es lo que uno hace cuando quiere dedicarse a vender en la calle.”

Aún cuando no he podido aclarar cómo fue este proceso, mis conclusiones, subjetivas por cierto, son que partió como una forma comercial y clasista de utilizar a las y los inmigrantes haitianos para sacar provecho de un producto que, siendo muy conocido, comercial y popular,  aumentaría sin duda su venta  frente al impacto visual que generaría en los transeúntes. Al mismo tiempo, fueron los mismos inmigrantes quienes vieron aquí una oportunidad de supervivencia y decidieron utilizar la venta callejera de este producto para poder solucionar en parte sus necesidades más básicas.La incógnita sigue abierta, pero me pareció necesario no seguir postergando el  escribir esta crónica de observación cotidiana, y la inquietud ahora se la dejo al lector y/o la lectora.
El título de esta crónica se refiere a una hermosa frase italiana: “l’arte d’arrangiarsi”, expresión que se refiere al ingenio  para buscar solucionar los problemas cotidianos, “arreglándoselas, rebuscándoselas”, es decir la capacidad de adaptación y la creatividad con lo poco y nada que se tenga a mano.

12 de julio 2018

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