Desde hace mucho tiempo que tenía ganas de escribir un
pequeño r elato en relación al gran número de inmigrantes haitianos que trabajan
como vendedores de “súperocho”. Desde el primer
momento en que los observé, me llamó la atención que fuera precisamente esa
galleta bañada en chocolate el producto que comercializaban. Me pareció que no
era algo casual y que detrás de esto podría haber una utilización comercial con
claros rasgos racistas, ya que en nuestro país precisamente a las personas de
piel obscura se les llama despectiva y/o burlonamente como “súperocho”.
Traté de averiguar cómo habían llegado a desarrollar esta
actividad, pero tuve dificultades de comunicación con algunos con los cuáles intenté
obtener información, ya que no hablaban bien el castellano y yo no entiendo
nada del idioma haitiano o creol. Las respuestas siempre eran escuetas y se
resumen en un par de ejemplos:“necesitamos dinero para vivir”, “así puedo
comprar comida”. Solo en una oportunidad logré establecer una
conversación bastante fluida con un ciudadano haitiano que saludó a un
compatriota suyo, vendedor ambulante en Viña que mientras vendía sus productos
bailaba y tarareaba canciones. Es muy simpático su amigo, le dije y para mi
sorpresa hablaba perfectamente bien el español. Hacía como cuatro años que
había llegado a Chile y trabajaba como empleado en una empresa. Aproveché de
comentarle mis observaciones respecto a la venta del “súperocho”, pero mi
interlocutor no sabía cómo ni dónde había comenzado este trabajo. “Yo pienso
que es una iniciativa que se les ocurrió a ellos mismos como una manera de
buscar cómo ganarse la vida para poder sobrevivir. Por lo menos ese era el caso
de mi amigo. Primero partió él y luego, viendo que era una buena forma de
conseguir recursos, le comentó a sus familiares y amigos y así se fueron
sumando más y más”, me comentó. Pero cómo se consiguieron el producto, le
pregunté. “Solo mirando. Empezaron a fijarse cómo funcionaba la venta de los ambulantes
en la calle y se preocuparon de seguir a los vendedores cuando se les acababan
los productos para ver en qué lugar se abastecían. Así supieron dónde se podían
comprar a un buen precio y empezaron con la actividad.”
Es indudable que uno de los principales problemas que tienen
los migrantes a cualquier lugar que lleguen, es tratar de buscar generar
recursos económicos para la sobrevivencia diaria, pero teniendo además muy
presente los numerosos y complejos problemas de inserción en una sociedad
totalmente ajena y culturalmente distinta,
y en el caso de la nuestra con muchos rasgos clasistas, racistas y poco
solidaria, características propias del modelo de sociedad que nos domina. Basta
recordar las exigencias especiales de visas que se les pide a los haitianos que
ingresan a nuestro país, escuchar los comentarios acerca de la “invasión de
extranjeros que vienen a quitar la pega” o los innumerables reportajes
televisivos en donde se muestran las condiciones de hacinamiento en que viven
las familias de inmigrantes, en casonas viejas, acondicionadas como precarios
albergues con un sinnúmero de piezas y cobrando precios usureros, dejando en claro
que la frase de una famosa canción “y verás cómo quieren en Chile al amigo cuando
es forastero”, es solo una broma de mal gusto.
Pero volviendo a retomar el hilo inicial de mis inquietudes
respecto a la venta de “súperocho” decidir buscar otras respuestas,
planteándoles el problema a distintos amigos, pero ni siquiera Segundo Tello,
el viejo anarquista español avecindado desde hace tantos años en Valparaíso y un
conocedor del variopinto quehacer porteño pudo resolver mis dudas. En otra
ocasión, frecuentando un café cuyo dueño se inició en el arte del comercio
ambulante vendiendo café y sánguches recorriendo las calles con un termo y un
canasto, le manifesté mi observación y le pregunté su respecto de los
vendedores ambulantes haitianos de “súperocho” y para sorpresa mía me contó que también a él le había llamado
mucho la atención esto y se había dedicado a observarlos. Fue así, me dijo, “como
pude ver a una mujer de color, haitiana por supuesto, que durante varios días
vino a la esquina que está acá cerca de mi negocio a mirar a un vendedor
ambulante de turrones que se paraba en ese lugar, y después de una semana apareció
con una cajita de “súperocho” vendiendo en la esquina del frente…O sea, se puso
a observar cómo funcionaba el negocio, porque eso es lo que uno hace cuando
quiere dedicarse a vender en la calle.”
Aún cuando no he podido aclarar cómo fue este proceso, mis
conclusiones, subjetivas por cierto, son que partió como una forma comercial y
clasista de utilizar a las y los inmigrantes haitianos para sacar provecho de
un producto que, siendo muy conocido, comercial y popular, aumentaría sin duda su venta frente al impacto visual que generaría en los
transeúntes. Al
mismo tiempo, fueron los mismos inmigrantes quienes vieron aquí una oportunidad
de supervivencia y decidieron utilizar la venta callejera de este producto para
poder solucionar en parte sus necesidades más básicas.La incógnita sigue abierta, pero me pareció
necesario no seguir postergando el
escribir esta crónica de observación cotidiana, y la inquietud ahora se
la dejo al lector y/o la lectora.
El título de esta crónica se refiere a una hermosa frase
italiana: “l’arte d’arrangiarsi”, expresión que se refiere al
ingenio para buscar solucionar los
problemas cotidianos, “arreglándoselas, rebuscándoselas”,
es decir la capacidad de adaptación y la creatividad con lo poco y nada que se
tenga a mano.
12 de julio 2018
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